-…dieciocho, diecinueve y
veinte ¡Voy! -Sara dio una vuelta despacito alrededor del manzano que había en
mitad del jardín de su abuelo sin hacer ruido y no encontró a nadie.
Después de dar varias
vueltas y mirar detrás de todos los demás arbolitos y arbustos que adornaban el
jardín se paró al lado del manzano para hacerse mejor la coleta en lo alto de
la cabeza.
-¡Ya sé dónde estás!
-reía -¡Te estoy viendo desde aquí!
Una vocecilla igual que
la suya gritó desde su escondite -¡No es verdad!
Sara fue hacia los
sillones de mimbre, al lado de una fuentecilla de piedra en la que una mujer
sin piernas vertía el agua desde su jarrón.
Tumbada encima del sillón
más grande tapada por todos los cojines del mundo estaba escondida su compañera
de juegos. El pelo le colgaba por fuera y a Sara le dio un ataque de risa.
-¡Te encontré! -dijo
tirándose encima de ella con todas sus fuerzas.
-¡Me haces daño! ¡Para! –su
amiga reía y de un empujón tiró a Sara al suelo que aprovechó y la tiró del
pelo.
Eran iguales. El mismo
pelo, los mismos ojos, la misma voz, la misma ropa, la misma cicatriz en la
frente.
-¡A merendar! -gritó su
madre desde la enorme mesa de madera en la que cenaban todas las noches de
verano. Las dos salieron corriendo dándose empujones por el camino y tirándose
al césped.
-Toma Sara -la mamá le
dio pan con chocolate a una de las dos gemelas.
-¡Yo soy Sara! -dijo la
otra ofendiéndose porque la madre no la reconocía.
-¡Yo soy Sara, mamá! -aseguró
la primera comiéndose el chocolate y haciéndole burla a la otra.
La mamá cortando más pan
para la merienda no aguantaba más el griterío.
-Abuelo tú tienes fruta,
elige la que quieras de la cesta.
Sara se reía y le hacía
burla a la otra, a la que de repente le comenzó a cambiar el rostro lentamente.
De ser una niña angelical pasó a ser un señor mayor con cuatro pelos blancos y una
enorme nariz. La ropa de niña dio paso a unos pantalones marrones y a una
camisa desgastada de cuadros azules y amarillos.
El abuelo cogió una manzana
y la empezó a pelar con un cuchillo que sacó también de la cesta de fruta.
-Yo quiero chocolate
también. -dijo con tristeza.
-No puedes comer
chocolate abuelo, te lo ha dicho el médico. -Sara se comía el pan y tenía la
cara toda manchada de chocolate.
La mamá miraba a su padre
que en un instante cambió de ser de nuevo.
-¡Dale chocolate al
abuelo! -ordenó esta vez la abuela. -¡No me desobedezcas!
-¡Cómo se entere la
abuela de esto! -dijo la madre comiéndose ella un buen trozo de chocolate entre
risas.
La abuela pasó a ser de
nuevo la niña y dejó la manzana en la mesa. Dándole un buen tirón de la coleta
a Sara gritó -¡A que no me pillas!
Sara soltó el pan y salió corriendo detrás de su gemela.
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